lunes, 17 de marzo de 2008
Conducta en los Velorios
No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese diálogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio esté a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia está en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis. Durante un rato hay un amontonamiento de gente en la puerta de la capilla ardiente, preguntas y noticias en voz baja, encogimientos de hombros por parte de los vecinos. Agotados por un esfuerzo en que han debido emplearse a fondo, los deudos amenguan en sus manifestaciones, y en ese mismo momento mis tres primas segundas se largan a llorar sin afectación, sin gritos, pero tan conmovedoramente que los parientes y vecinos sienten la emulación, comprenden que no es posible quedarse así descansando mientras extraños de la otra cuadra se afligen de tal manera, y otra vez se suman a la deploración general, otra vez hay que hacer sitio en las camas, apantallar a señoras ancianas, aflojar el cinturón a viejitos convulsionados. Mis hermanos y yo esperamos por lo regular este momento para entrar en la sala mortuoria y ubicarnos junto al ataúd. Por extraño que parezca estamos realmente afligidos, jamás podemos oír llorar a nuestras hermanas sin que una congoja infinita nos llene el pecho y nos recuerde cosas de la infancia, unos campos cerca de Villa Albertina, un tranvía que chirriaba al tomar la curva en la calle General Rodríguez, en Bánfield, cosas así, siempre tan tristes. Nos basta ver las manos cruzadas del difunto para que el llanto nos arrase de golpe, nos obligue a taparnos la cara avergonzados, y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa. Pero son pocos, y mienten (eso lo sabemos por mi prima segunda la mayor, y nos da fuerzas). En vano acumulan los hipos y los desmayos, inútilmente los vecinos más solidarios los apoyan con sus consuelos y sus reflexiones, llevándolos y trayéndolos para que descansen y se reincorporen a la lucha. Mis padres y mi tío el mayor nos reemplazan ahora, hay algo que impone respeto en el dolor de estos ancianos que han venido desde la calle Humboldt, cinco cuadras contando desde la esquina, para velar al finado. Los vecinos más coherentes empiezan a perder pie, dejan caer a los deudos, se van a la cocina a beber grapa y a comentar; algunos parientes, extenuados por una hora y media de llanto sostenido, duermen estertorosamente. Nosotros nos relevamos en orden, aunque sin dar la impresión de nada preparado; antes de las seis de la mañana somos los dueños indiscutidos del velorio, la mayoría de los vecinos se han ido a dormir a sus casas, los parientes yacen en diferentes posturas y grados de abotagamiento, el alba nace en el patio. A esa hora mis tías organizan enérgicos refrigerios en la cocina, bebemos café hirviendo, nos miramos brillantemente al cruzarnos en el zaguán o los dormitorios; tenemos algo de hormigas yendo y viniendo, frotándose las antenas al pasar. Cuando llega el coche fúnebre las disposiciones están tomadas, mis hermanas llevan a los parientes a despedirse del finado antes del cierre del ataúd, los sostienen y confortan mientras mis primas y mis hermanos se van adelantando hasta desalojarlos, abreviar el ultimo adiós y quedarse solos junto al muerto. Rendidos, extraviados, comprendiendo vagamente pero incapaces de reaccionar, los deudos se dejan llevar y traer, beben cualquier cosa que se les acerca a los labios, y responden con vagas protestas inconsistentes a las cariñosas solicitudes de mis primas y mis hermanas. Cuando es hora de partir y la casa está llena de parientes y amigos, una organización invisible pero sin brechas decide cada movimiento, el director de la funeraria acata las órdenes de mi padre, la remoción del ataúd se hace de acuerdo con las indicaciones de mi tío el mayor. Alguna que otra vez los parientes llegados a último momento adelantan una reivindicación destemplada; los vecinos, convencidos ya de que todo es como debe ser, los miran escandalizados y los obligan a callarse. En el coche de duelo se instalan mis padres y mis tíos, mis hermanos suben al segundo, y mis primas condescienden a aceptar a alguno de los deudos en el tercero, donde se ubican envueltas en grandes pañoletas negras y moradas. El resto sube donde puede, y hay parientes que se ven precisados a llamar un taxi. Y si algunos, refrescados por el aire matinal y el largo trayecto, traman una reconquista en la necrópolis, amargo es su desengaño. Apenas llega el cajón al peristilo, mis hermanos rodean al orador designado por la familia o los amigos del difunto, y fácilmente reconocible por su cara de circunstancias y el rollito que le abulta el bolsillo del saco. Estrechándole las manos, le empapan las solapas con sus lágrimas, lo palmean con un blando sonido de tapioca, y el orador no puede impedir que mi tío el menor suba a la tribuna y abra los discursos con una oración que es siempre un modelo de verdad y discreción. Dura tres minutos, se refiere exclusivamente al difunto, acota sus virtudes y da cuenta de sus defectos, sin quitar humanidad a nada de lo que dice; está profundamente emocionado, y a veces le cuesta terminar. Apenas ha bajado, mi hermano el mayor ocupa la tribuna y se encarga del panegírico en nombre del vecindario, mientras el vecino designado a tal efecto trata de abrirse paso entre mis primas y hermanas que lloran colgadas de su chaleco. Un gesto afable pero imperioso de mi padre moviliza al personal de la funeraria; dulcemente empieza a rodar el catafalco, y los oradores oficiales se quedan al pie de la tribuna, mirándose y estrujando los discursos en sus manos húmedas. Por lo regular no nos molestamos en acompañar al difunto hasta la bóveda o sepultura, sino que damos media vuelta y salimos todos juntos, comentando las incidencias del velorio. Desde lejos vemos cómo los parientes corren desesperadamente para agarrar alguno de los cordones del ataúd y se pelean con los vecinos que entre tanto se han posesionado de los cordones y prefieren llevarlos ellos a que los lleven los parientes.
FIN
Julio Cortázar
domingo, 9 de marzo de 2008
A LA IZQUIERDA DEL ROBLE
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico es un parque dormido
en el que uno puede sentirse árbol o prójimo
siempre y cuando se cumpla un requisito previo.
Que la ciudad exista tranquilamente lejos.
El secreto es apoyarse digamos en un tronco
y oír a través del aire que admite ruidos muertos
como en Millán y Reyes galopan los tranvías.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico siempre ha tenido
una agradable propensión a los sueños,
a que los insectos suban por las piernas
y la melancolía baje por los brazos
hasta que uno cierra los puños y la atrapa.
Después de todo el secreto es mirar hacia arriba
y ver cómo las nubes se disputan las copas
y ver cómo los nidos se disputan los pájaros.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
ah pero las parejas que huyen al Botánico
ya desciendan de un taxi o bajen de una nube
hablan por lo común de temas importantes
y se miran fanáticamente a los ojos
como si el amor fuera un brevísimo túnel
y ellos se contemplaran por dentro de ese amor.
Aquellos dos por ejemplo a la izquierda del roble
(también podría llamarlo almendro o araucaria
gracias a mis lagunas sobre Pan y Linneo)
hablan y por lo visto las palabras
se quedan conmovidas a mirarlos
ya que a mí no me llegan ni siquiera los ecos.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero es lindísimo imaginar qué dicen
sobre todo si él muerde una ramita
y ella deja un zapato sobre el césped
sobre todo si él tiene los huesos tristes
y ella quiere sonreír pero no puede.
Para mí que el muchacho está diciendo
lo que se dice a veces en el Jardín Botánico.
Ayer llegó el otoño
el sol de otoño
y me sentí feliz
como hace mucho
qué linda estás
te quiero
en mi sueño
de noche
se escuchan las bocinas
el viento sobre el mar
y sin embargo aquello
también es el silencio
mírame así
te quiero
yo trabajo con ganas
hago números
fichas
discuto con cretinos
me distraigo y blasfemo
dame tu mano
ahora
ya lo sabes
te quiero
pienso a veces en Dios
bueno no tantas veces
no me gusta robar
su tiempo
y además está lejos
vos estás a mi lado
ahora mismo estoy triste
estoy triste y te quiero
ya pasarán las horas
la calle como un río
los árboles que ayudan
el cielo
los amigos
y qué suerte
te quiero
hace mucho era niño
hace mucho y qué importa
el azar era simple
como entrar en tus ojos
déjame entrar
te quiero
menos mal que te quiero.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero puede ocurrir que de pronto uno advierta
que en realidad se trata de algo más desolado
uno de esos amores de tántalo y azar
que Dios no admite porque tiene celos.
Fíjense que él acusa con ternura
y ella se apoya contra la corteza
fíjense que él va tildando recuerdos
y ella se consterna misteriosamente.
Para mí que el muchacho está diciendo
lo que se dice a veces en el Jardín Botánico.
Vos lo dijiste
nuestro amor
fue desde siempre un niño muerto
sólo de a ratos parecía
que iba a vivir
que iba a vencernos
pero los dos fuimos tan fuertes
que lo dejamos sin su sangre
sin su futuro
sin su cielo
un niño muerto
sólo eso
maravilloso y condenado
quizá tuviera una sonrisa
como la tuya
dulce y honda
quizá tuviera un alma triste
como mi alma
poca cosa
quizá aprendiera con el tiempo
a desplegarse
a usar el mundo
pero los niños que así vienen
muertos de amor
muertos de miedo
tienen tan grande el corazón
que se destruyen sin saberlo
vos lo dijiste
nuestro amor
fue desde siempre un niño muerto
y qué verdad dura y sin sombra
qué verdad fácil y qué pena
yo imaginaba que era un niño
y era tan sólo un niño muerto
ahora qué queda
sólo queda
medir la fe y que recordemos
lo que pudimos haber sido
para él
que no pudo ser nuestro
qué mása
caso cuando llegue
un veintitrés de abril y abismo
vos donde estés
llévale flores
que yo también iré contigo.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico es un parque dormido
que sólo despierta con la lluvia.
Ahora la última nube ha resuelto quedarse
y nos está mojando como alegres mendigos.
El secreto está en correr con precauciones
a fin de no matar ningún escarabajo
y no pisar los hongos que aprovechan
para nadar desesperadamente.
Sin prevenciones me doy vuelta y siguen
aquellos dos a la izquierda del roble
eternos y escondidos en la lluvia
diciéndose quién sabe qué silencios.
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero cuando la lluvia cae sobre el Botánico
aquí se quedan sólo los fantasmas.
Ustedes pueden irse.
Yo me quedo.
Comentario de poemas 5, 10, 15 y 20
Poema 5
El título del poema: “Para que tú me oigas”, refleja muy bien el contenido del mismo, es una súplica, un canto dolorido por la angustia de un amor que, aunque cercano, no le escucha; es una manera diferente de decir lo mismo, pues del modo como ha intentado decirlo con anterioridad no ha logrado comunicar ese sentimiento. Es una declaración de amor y fidelidad, un llamado de auxilio, que ruega por que salve al sujeto de las angustias y los tormentos que aún lo persiguen, y que deposita en las manos de su amada, todas las esperanzas para que ésta construya con sus manos un refugio contra las tormentas, que si bien, no lo exime de enfrentarlas, le asegure que las enfrentará bajo la protección del amor, que le provea la seguridad de que enfrentarán a la vida juntos, y si bien, no le asegure que vencerán, estará convencido que no morirá solo. Sin embargo, hasta el momento, con todas las palabras que ella no ha entendido, él va haciendo un collar infinito para sus manos (talvez al ver el collar, ella comprenda la colección de súplicas del enamorado).
Poema 10
“Hemos perdido aún…”, da continuidad a ese amor tormentoso que el personaje está padeciendo, la persona a quien ama se aleja, más cuando siente necesitarla, o quizá siempre está lejos, pero recuerda su lejanía/ausencia cuando necesita tenerla más que en un recuerdo, una idea utópica o un deseo melancólico. Le interroga acerca de dónde se encuentra, con quién más comparte, qué piensa y qué tiene por decir; se recrimina a sí mismo también, ataca su debilidad ante la ausencia de ella, reconoce su dependencia hacia su amor y la necesidad de su presencia para poder estar mejor.
Identifica en este poema los problemas que afronta: miedo a afrontar sólo los problemas y el problema principal: la ausencia de ella.
Sin embargo, únicamente identifica la situación, quizá sin darse cuenta, y no resuelve en solucionar la problemática… sólo.
Poema 15
En este punto tiene más claro qué era la situación que le atormentaba, la ha identificado plenamente, y a diferencia de lo que expresa en el poema 10, se ha resignado a perder el amor que tenía, es más, está complacido con alejarse cada vez más, pues se ha dado cuenta ya, que la lejanía que los separa es más fuerte que su deseo por estar juntos.
Incluso hace propia el arma que lo lastimaba: el silencio; contempla y entiende el silencio, se siente complacido con poder utilizar un arma tan poderosa, es por eso que el título: “Me gusta cuando callas…”, es simplemente idóneo, pues no solo le permite identificar la falsedad de las palabras y sonrisas dirigidas hacia él, sino además, las contrarresta con su juguete nuevo, con su escudo-lanza, el silencio.
Poema 20
La despedida emocional, eso es el Poema 20, un canto de resignación adolorida, pues aunque haya inconformidad y tristeza de haber terminado con el amor tormentoso, también existe el sentimiento de calma, como cuando el enfermo muere, su recuerdo queda y lastima su ausencia, pero reconforta el hecho que ya no sufrirá más, eso es el Poema 20, el epitafio de un amor ya purulento, que hace mención de los momentos agradables, de los recuerdos infinitos.
Es la carta de despedida, en la cual se reconoce a sí mismo como un ser diferente al enamorado, hay un antes y un después de este poema, reconoce al amor y al olvido respectivamente.
¡Realmente pudo escribir los versos más tristes esa noche! Y por último, la declaración final: es el último dolor y los últimos versos por aquella causa.
El título del poema: “Para que tú me oigas”, refleja muy bien el contenido del mismo, es una súplica, un canto dolorido por la angustia de un amor que, aunque cercano, no le escucha; es una manera diferente de decir lo mismo, pues del modo como ha intentado decirlo con anterioridad no ha logrado comunicar ese sentimiento. Es una declaración de amor y fidelidad, un llamado de auxilio, que ruega por que salve al sujeto de las angustias y los tormentos que aún lo persiguen, y que deposita en las manos de su amada, todas las esperanzas para que ésta construya con sus manos un refugio contra las tormentas, que si bien, no lo exime de enfrentarlas, le asegure que las enfrentará bajo la protección del amor, que le provea la seguridad de que enfrentarán a la vida juntos, y si bien, no le asegure que vencerán, estará convencido que no morirá solo. Sin embargo, hasta el momento, con todas las palabras que ella no ha entendido, él va haciendo un collar infinito para sus manos (talvez al ver el collar, ella comprenda la colección de súplicas del enamorado).
Poema 10
“Hemos perdido aún…”, da continuidad a ese amor tormentoso que el personaje está padeciendo, la persona a quien ama se aleja, más cuando siente necesitarla, o quizá siempre está lejos, pero recuerda su lejanía/ausencia cuando necesita tenerla más que en un recuerdo, una idea utópica o un deseo melancólico. Le interroga acerca de dónde se encuentra, con quién más comparte, qué piensa y qué tiene por decir; se recrimina a sí mismo también, ataca su debilidad ante la ausencia de ella, reconoce su dependencia hacia su amor y la necesidad de su presencia para poder estar mejor.
Identifica en este poema los problemas que afronta: miedo a afrontar sólo los problemas y el problema principal: la ausencia de ella.
Sin embargo, únicamente identifica la situación, quizá sin darse cuenta, y no resuelve en solucionar la problemática… sólo.
Poema 15
En este punto tiene más claro qué era la situación que le atormentaba, la ha identificado plenamente, y a diferencia de lo que expresa en el poema 10, se ha resignado a perder el amor que tenía, es más, está complacido con alejarse cada vez más, pues se ha dado cuenta ya, que la lejanía que los separa es más fuerte que su deseo por estar juntos.
Incluso hace propia el arma que lo lastimaba: el silencio; contempla y entiende el silencio, se siente complacido con poder utilizar un arma tan poderosa, es por eso que el título: “Me gusta cuando callas…”, es simplemente idóneo, pues no solo le permite identificar la falsedad de las palabras y sonrisas dirigidas hacia él, sino además, las contrarresta con su juguete nuevo, con su escudo-lanza, el silencio.
Poema 20
La despedida emocional, eso es el Poema 20, un canto de resignación adolorida, pues aunque haya inconformidad y tristeza de haber terminado con el amor tormentoso, también existe el sentimiento de calma, como cuando el enfermo muere, su recuerdo queda y lastima su ausencia, pero reconforta el hecho que ya no sufrirá más, eso es el Poema 20, el epitafio de un amor ya purulento, que hace mención de los momentos agradables, de los recuerdos infinitos.
Es la carta de despedida, en la cual se reconoce a sí mismo como un ser diferente al enamorado, hay un antes y un después de este poema, reconoce al amor y al olvido respectivamente.
¡Realmente pudo escribir los versos más tristes esa noche! Y por último, la declaración final: es el último dolor y los últimos versos por aquella causa.
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